
El juego de azar, en apariencia inofensivo, puede convertirse en una trampa silenciosa que consume tiempo, dinero y relaciones. Aunque muchos lo ven como una forma de entretenimiento, para algunas personas termina siendo una necesidad desesperada, una urgencia que se impone sin que puedan resistirse. Detrás de cada apuesta hay una historia, muchas veces atravesada por el dolor, el vacío o la soledad.
Cuando alguien cae en esta dinámica, no suele hacerlo buscando problemas. Por el contrario, busca alivio. Alivio frente a la ansiedad, la tristeza, el estrés o incluso frente a un sentido de inutilidad. En ese contexto, el juego se convierte en una forma de escape, en una vía rápida para no sentir lo que duele. Por eso no se trata de un “vicio” ni de una “falta de voluntad”. Es una estrategia —ineficaz a largo plazo— para lidiar con el sufrimiento emocional.
El problema es que esa vía de escape cobra un precio alto. Con el tiempo, lo que se buscaba evitar termina creciendo: la culpa, la angustia, la tensión en las relaciones, las deudas. Y frente a esa nueva carga emocional, la persona vuelve a jugar, buscando aliviar el peso… y así se repite el ciclo.
Salir de ese círculo vicioso no es simplemente dejar de jugar. Es, sobre todo, aprender a relacionarse de una manera distinta con las emociones difíciles. Aprender a darles espacio sin dejar que tomen el control. Es también reconectarse con lo que da sentido, con lo que importa de verdad: el bienestar de la familia, los vínculos sinceros, la tranquilidad personal, la libertad de elegir.
El proceso de cambio implica preguntarse: ¿esto que estoy haciendo me está acercando o alejando de la vida que quiero vivir? ¿Me permite estar en paz conmigo mismo? ¿Estoy actuando desde el dolor o desde lo que valoro?
El primer paso no es dejar de jugar, sino detenerse a mirar con honestidad la función que cumple el juego en la vida de quien lo practica. Reconocer que detrás de cada comportamiento hay una historia, y que incluso las conductas más destructivas suelen surgir como intentos de cuidarse, aunque terminen haciendo daño.
Si tú o alguien cercano está atrapado en esta dinámica, no estás solo. Hay formas de acompañar ese proceso, sin juzgar, sin etiquetar, sino abriendo un espacio seguro donde explorar nuevas maneras de vivir, más alineadas con lo que realmente importa.
Porque la verdadera libertad no está en evitar el dolor a toda costa, sino en aprender a vivir con él sin perder el rumbo.
Jefferson Bastidas
Psicólogo en Manizales y Online